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CIUDAD DE MÉXICO— Han pasado once días desde que inició el terror.
Hoy, en el onceavo día, la gente ya perdió esperanzas de rescatar sobrevivientes. Pero a lo largo de esta ciudad y en los estados que la rodean, la mayoría de las conversaciones se erigen en torno al sismo. La gente se sigue preguntando entre sí cosas como “¿Dónde estabas cuando tembló?”, “¿Cómo está tu casa?”, “¿Tu familia está bien?” Y miles de brigadistas voluntarios que asistieron a los derrumbes a rescatar víctimas todavía luchan por explicarse qué fue lo que sucedió.
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Yo también hago estas preguntas. La mayoría responden estoicamente antes de que la conversación derive en ojos rasos. Propios y extraños han contado una y otra vez el momento del sismo y las difíciles horas y traumáticos días que le siguieron. El terremoto cobró la vida de 358 personas y esta cifra puede aumentar.
Este septiembre, millones de personas han sido afectadas por terremotos en México, los cuales han destruido más de 150 mil viviendas. Tan solo en la Ciudad de México, 38 edificios colapsaron, dejando a, al menos, 217 muertos.
Cuarenta cuerpos han sido rescatados de los escombros de Álvaro Obregón 286, un edificio de oficinas en el barrio de moda Roma Norte, en la Ciudad de México. Todavía hay gente enterrada en el sitio.
Antes de la medianoche del domingo, cinco días después del sismo, llegué a Álvaro Obregón 286 a ver las tareas de rescate, mientras cientos de voluntarios ordenaban donaciones de alimentos, ropa, realizaban frenéticas llamadas telefónicas o mandaban ráfagas de mensajes de texto y tuits en un esfuerzo para pedir cortadoras de concreto y discos de diamante para partir las enormes losas de escombro. En momentos en los que todas las ferreterías de la ciudad estaban cerradas y con muy poca ayuda de las autoridades, una voluntaria con contactos en la industria de la construcción explicó que había despertado a algunos colegas con la esperanza de poder conseguir las esenciales herramientas antes de que amaneciera.
Tras horas de llamadas telefónicas, mensajes de texto y cientos de tuits de voluntarios y vecinos que estaban ayudando a coordinar esfuerzos en redes sociales, las herramientas eléctricas finalmente llegaron. Pero pasaron horas antes de que se consiguieran las sierras necesarias y que llegaran al lugar.
Había una grúa iluminada desde atrás por cegadoras lámparas industriales, mientras un pequeño grupo de rescatistas seguía esforzándose desde la cima de la montaña de escombro que días antes era un edificio de siete pisos concurrido por oficinistas. Familiares (algunos de ellos, niños) dormían en el pasto del camellón ya que preferían quedarse en caso de que hubiera noticias.
El fotógrafo estadounidense Jason Thomas Fritz sufrió el sismo a tan solo unas cuadras cerca de este edificio, en la colonia Roma Norte, una de las más golpeadas de la ciudad. “Instantáneamente supe que era grave”, declaró a The Daily Beast. “Caminé dos cuadras y vi un carro aplastado”, dijo en referencia a un Porsche blanco.
Después de eso, Fritz corrió hacia Álvaro Obregón, llegó al edificio colapsado antes que las autoridades. Vio cuando sacaron sobrevivientes de los escombros.
“Estaban dejando gente en la banqueta, en filas; gente sangrando, enterregada, con heridas graves. Supe que habría decenas, si no más de cien personas en ese edificio”, dijo.
Fritz le contó al dependiente de un Oxxo cercano lo que había pasado y le dijo que quería comprarle toda el agua que tuviera para llevarla a los vecinos que ya habían empezado a quitar escombros en busca de sobrevivientes. “Creo que se dio cuenta del terror en mi cara de pensar en la gente desesperada”, dijo y añadió que el señor que atendía la tienda le ayudó a llevar agua al edificio.
“Un grupo de personas que trabajaban cerca llegaron con polines y empezaron a cavar por las orillas”, dijo. “Hedía a gas”.
Pronto, los jóvenes de la ciudad fueron organizándose, coordinando las entregas de alimentos en la calle, una escena que se ha replicado cientos de veces gracias a centros de acopio improvisados en toda la ciudad, así como en los estados aledaños.
Pasada la medianoche del sexto día de las operaciones de rescate, los jóvenes locales se sentaron a lo largo de Obregón 286 y cantaron su trágica apropiación de la letra de los Beatles Help Me If You Can: “Ayúdame si puedes, me siento deprimido. Y apreciaría tu compañía. Ayúdame a poner los pies en el suelo. Por favor, por favor, ¿no me ayudarás?” cantó un chico con una guitarra. “Help me. Help me”.
A pesar de que el martes se cumplieron siete días desde el terremoto y la esperanza empezó a decaer, todavía han rescatado con vida a muchas personas en varios edificios de la ciudad, ya sea humanos o animales —perros, gatos, un perico, una tortuga— todos hallados con vida luego de días de haber permanecido atrapados bajo escombros.
La mañana de este sábado, otros dos cuerpos fueron recuperados. Cerca del lugar, la gente rezaba por las víctimas que quedaron sepultadas bajo los escombros de este edificio y por los rescatistas que aún permanecían luchando contra reloj durante siete días, y quienes finalmente suspendieron las labores de rescate. En días recientes, la esperanza de que se rescaten más sobrevivientes ha mermado y los brigadistas empiezan a rumorar sobre el inconfundible y pegajoso olor que emana de las ruinas.
Desafortunadamente, al margen de las extraordinarias hazañas realizadas por los civiles —tanto nacionales como extranjeros— quienes además fueron los primeros en reaccionar, también ha habido historias sobre abusos y violaciones cometidos por militares y las autoridades. Familiares y amigos de las víctimas desconfían de sus intenciones desde que estos tomaron el control de las operaciones de rescate y se apresuraron a iniciar la remoción del escombro.
Aquí, la confianza en el gobierno nunca es mucha y algunas familias creen que su prisa por limpiar los edificios siniestrados se debe a la necesidad de esconder las violaciones a los códigos de seguridad y prácticas peligrosas de construcción que contribuyeron a los catastróficos daños.
Wesley Bocxe, un fotoperiodista estadounidense cuyo edificio colapsó en la cara colonia la Condesa, sobrevivió el derrumbe que mató a su esposa, la fotógrafa Elizabeth Esguerra. Ahora él lucha por su vida en el hospital.
Pero los periodistas —colegas y amigos— notaron, al revisar las fotografías de la escena durante la operación de rescate, que militares aprovecharon la oportunidad para robar lo que dejó Bocxe. Fotos muestran a varios soldados usando chalecos y bolsas diseñadas por el fotoperiodista, quien creó la marca Newswear tras ver que otros chalecos para fotógrafos no cubrían sus necesidades. Por toda la ciudad se han destapado casos similares pero ninguno ha sido tan bien documentado como el de Bocxe.
Justo después de una larga noche hablé con una decena de voluntarios que se encontraban sentados bajo lonas preparando comida para miembros de la Marina y Protección Civil. Durante toda la noche, en unos seis edificios, mujeres y niños regalaban galletas y atole caliente, mismos que preferí no aceptar. Pero aquí no había forma de negarlas.
“Ya tenemos demasiada comida, ni la vamos a poder transportar”, dijeron unos voluntarios que calentaban tortillas y arroz. “Si no te la comes se va a echar a perder”.
Me senté con los voluntarios, bebimos café y me contaron que han estado enviando todos sus víveres al sur, a Xochimilco, donde la gente ha recibido menos ayuda. Ahí, la falta de agua potable en los vecindarios cercanos al contaminado lago —lo que quedó del agua que alguna vez bañó al Valle de México— se ha convertido en el mayor problema tras el terremoto.
Los voluntarios me explicaron que las autoridades locales vinieron a recoger todas las donaciones el domingo, para llevarlas a un centro de acopio montado por el gobierno de la ciudad, quien decidiría a dónde debía enviarse la ayuda. Pero, luego de los reportes sobre el desvío de la ayuda realizado por el gobierno, los voluntarios se negaron a dar los víveres.
José Walterio, un joven voluntario que coordinaba el envío de ayuda hacia el sur desde el multifamiliar Tlalpan, me dijo que un voluntario fue alertado vía mensaje de texto, por una amiga que trabaja para el gobierno de la ciudad, sobre el hecho de que las autoridades ya se dirigían al centro de acopio.
“Me preguntó: ‘¿Para dónde van tus víveres? Nos están colocando en el camino que va hacia Puebla y Morelos y nos dieron la indicación de que todo camión que pase con víveres se les va a interceptar y se van a mandar a bodegas de la ciudad’”, dijo Mildred, quien tiene un cargo de bajo nivel en el gobierno de la CDMX y que además pidió permiso una semana en su trabajo para ayudar con donaciones como voluntaria. Así que ellos hicieron su mayor esfuerzo para esconder las donaciones detrás de la carpa improvisada donde los brigadistas podían descansar a ratos.
Mildred volvió a su trabajo esta semana, por temor a ser despedida.
“Las van a usar para fines políticos luego, me consta”, dijo José Walterio. “Ya verás cómo reaparecen cuando empiecen las campañas [del 2018] y cómo se ponen de generosos con todos los víveres robados.”
En el complejo multifamiliar Tlalpan, cerca de Coyoacán, en la Ciudad de México —donde 18 personas fueron rescatadas y nueve cuerpos fueron retirados— permanecí sola, bajo la lluvia, durante más de una hora, observando las meticulosas tareas de rescate que se llevaban a cabo a plena madrugada. Un schnauzer blanco había sido rescatado ahí sólo un par de horas antes.
Pero ahora, unos pocos rescatistas se veían parados sobre la pila de escombros. Ocasionalmente golpeaban el techo con mazos, pero la mayor parte del tiempo se quedaban quietos, con las manos en la cintura, a veces caminaban de una punta del techo a la otra.
Familiares de las víctimas lograron un amparo que les dio cinco días más para evitar que entrara maquinaria pesada que pudiera poner en riesgo la vida de posibles sobrevivientes. Sin embargo, este amparo también dejó a los trabajadores maniatados, visiblemente desmoralizados e incapacitados para acelerar las operaciones de rescate.
Fausto Lugo, el secretario de Protección Civil de la Ciudad de México, dijo el martes que las operaciones de rescate en este edificio habían terminado. “Ya no tenemos registro de personas [bajo los escombros]”, dijo y añadió: “Si tuviéramos, estuviéramos siendo muy cuidadosos en el trabajo.”
Este lunes, el jefe de gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, hizo un llamado a la ciudadanía para visitar el centro de acopio oficial y garantizar que no hubiera irregularidades —como las acusaciones en algunos estados colindantes que los víveres han sido desviados y re-etiquetados con fines políticos. Esta invitación se hizo por medio de un breve video donde Mancera aparece pasando botellas de agua a lo largo de una cadena de ayuda donde participan trabajadores del gobierno de la CDMX —una clara referencia a las cadenas de civiles que han trabajado removiendo escombro en distintos puntos de la ciudad.
Pero la ciudad ha sido orillada a volver a la normalidad, incluso cuando cuerpos todavía están siendo removidos de los escombros. El sistema de metro de la ciudad, que había permitido a los civiles transportarse de manera gratuita —así como llevar palas, picos y mazos— empezó a cobrar el jueves. En las estaciones de radio locales, las transmisiones retomaban temas recurrentes como el tráfico, la contaminación del aire o los deportes.
Las redes sociales, que todavía hace unos días seguían ayudando con los hashtags relacionados con el sismo —dando direcciones donde se necesitaba ayuda, acusaciones de corrupción en los permisos de construcción, reportes de edificios colapsados que habrían sido construidos sin muros de apoyo, irregularidades de las que el gobierno tendría que haber estado enterado y tuvo que haber sancionado antes de la tragedia— ahora otra vez está saturado con temas como los programas de televisión y con los simples pero alentadores hashtags como #FelizSábado.
Muchos creen que esto llegó sospechosamente pronto, mientras reviven recuerdos de la manipulación de los medios en apoyo al gobierno.
El lunes pasado por la madrugada, llegué a la esquina de Escocia y Gabriel Mancera en la Colonia Del Valle, uno de los pocos sitios que todavía necesitaban la ayuda de voluntarios. Ahí, dos edificios se redujeron a escombros a causa del terremoto.
Miembros de la Marina resguardaron un perímetro de dos cuadras, manteniendo a los civiles y a la prensa fuera. En el toldo donde se encontraban algunos voluntarios, una fila de muchachos en sus veintipocos estaban formados con sus cascos de seguridad y esperaban entrar al sitio.
Dos jóvenes bailarinas de 22 años, estudiantes universitarias, esperaban vestidas con chalecos que les quedaban enormes sobre sus suéters rositas, guantes que les quedaban nadando y botas que llegaron de las donaciones.
El coordinador de los voluntarios preguntó: “¿Quién va a ser la jefa de esta brigada?”
Las chicas se hundieron en un tímido silencio, así que alcé mi mano. En minutos tenía un chaleco, un casco de protección, dos guantes derechos y un marcador que usé para escribir en mi brazo izquierdo mi nombre, un teléfono para llamar en caso de emergencia y tipo de sangre. Me pidieron que hiciera una lista de las muchachas que estarían en la brigada, copiar la información que ellas habían escrito en su brazo en una hoja que devolvería al final del día y asegurarme de que todas trajeran máscaras y botas. Yo ya llevaba las mías.
No nos era posible entrar al lugar hasta que reuniéramos un equipo de 15 mujeres. En lo que esperamos, entraron dos grupos de voluntarios hombres que llegaron después de nosotras. Tuiteé que necesitábamos voluntarias y en minutos llegaron más jóvenes. Incluso Aun así, más de una hora pasó para que pudiéramos pasar. Caminamos dos cuadras en una sola fila hacia el edificio colapsado; en el camino pasamos otro que estaba acordonado y agrietado y que parecía podía venirse abajo en cualquier momento. Muchos hombres en traje llegaron para hacer acto de presencia; cámaras cercanas empezaron a grabar directamente a los militares trabajando en la escena.
Habíamos aprendido las señas con las manos: puño alzado, para silencio; dos puños para silencio total; palma abierta para detener todo y permanecer quietos; dos palmas para agua y un lazo hecho con ambos dedos índice, para decir que continuáramos con nuestras respectivas tareas.
Luego tuvimos que esperar más, mientras veíamos a civiles, soldados y trabajadores de mantenimiento del metro en chalecos rosas trabajando en las labores de rescate. Pero la larga espera y las exigencias de que organizáramos una brigada de 15 personas fueron en vano ya que una joven llamada Alejandra —la subjefa de nuestra brigada, formada espontáneamente por desconocidas— y yo fuimos las últimas civiles voluntarias a las que dejaron entrar al sitio.
Corrimos a tomar carretillas y empezamos a trabajar. El sistema era simple y no requería mayor explicación.
Los trabajadores sobre el techo en ruinas quebraban grandes losas de concreto, que otros ponían en botes y echaban en las carretillas, mismas que debíamos bajar hasta el final de la calle y tirar en el suelo. Ahí, otros levantarían el cascajo con palas y lo pondrían de nuevo en botes que luego serían arrojados por medio de una cadena humana al camión de la basura. Una vez hecho esto, las cubetas regresaban por la misma cadena y las carretillas retomaban su posición atrás de la línea para abrirse camino lentamente hasta la gran pila de escombro.
No era el sistema más efectivo, pero mantenía el caos a raya y a todos trabajando en líneas rectas, con una tarea específica y sin titubeos.
El sol al fin había salido. Y desde el edificio colapsado se escuchó un grito: “¡Vida!”
Levantamos nuestros puños y, por un momento, creímos que podía tratarse de Juan Pablo Irigoyen, un joven de 19 años que el martes pasado regresó al edificio momentos antes de que éste colapsara, para rescatar a su perro.
Él había estado en contacto con su familia desde debajo de los escombros antes de que se le acabara la batería de su celular. Sus familiares y amigos pasaron días exigiendo a las autoridades que no usaran maquinaria pesada y seguían excavando manualmente para rescatar al adolescente. Al tiempo en que nos hicimos a un lado, los paramédicos pasaron un tanque de oxígeno en un diablito desde el frente de la línea.
Momentos después nos dijeron que nos fuéramos a casa. “Se acabó por hoy”, dijeron las autoridades que estaban ahí. “Ya vamos a meter la maquinaria pesada”.
Juan Pablo no sobrevivió.
Su cuerpo fue recuperado en las primeras horas del miércoles. La prioridad ahora ha sido demoler y remover escombros.
En la fábrica de Chimalpopoca en la Colonia Obrera de la Ciudad de México un número desconocido de mujeres —algunas de ellas indocumentadas— murieron atrapadas bajo escombros.
El gobierno de Taiwán confirmó este jueves que cuatro mujeres taiwanesas y un hombre de doble nacionalidad murieron en la fábrica, pero aún no se ha dado una cifra completa de cuántas mujeres y hombres trabajaban.
Miembros de la autodenominada Brigada Feminista, un grupo de mujeres que trabajaron incansablemente para coordinar ayuda y remover escombro en este sitio fue sacada a patadas del área pocos días después del sismo, luego de que exigieran una lista de nombres de las mujeres que trabajaban en la maquila; una exigencia que no ha sido respondida.
La mayoría de las labores de rescate se basaron casi por completo en el testimonio de personas que aparecieron y alertaron a las brigadistas y autoridades que sus hijos, amigos o padres estaban dentro de los edificios que habían colapsado. Pero la mayoría de las trabajadoras de esta maquila no tenían conocidos que las busquen y sus nombres aún se desconocen.
Trascendidos en este lugar afirman que incluso luego de que el edificio fuera declarado limpio de cuerpos y escombro, y que se haya cantado el himno nacional in situ, civiles —desconfiados de las autoridades— regresaron a romper el piso, en busca del supuesto sótano en el que, presuntamente, vivían las mujeres indocumentadas. No se encontró ningún sótano.
El nombre del dueño del edificio todavía no ha sido localizado, pero un reporte de la revista Proceso señala que esto es intencional. Antes de que el edificio —cuya estructura ya había sido afectada en el terremoto de 1985— fuera usado como fábricas, este terreno alojó varias oficinas de gobierno.
Cuando el sismo del martes 19 de septiembre golpeó, tuvieron que pasar apenas unos segundos para que el edificio en la calle Chimalpopoca se redujera a escombros.
Si volvemos los ojos a los principios de la década de 1990, funcionarios de gobierno se quejaron de los daños ahí y de que grietas nunca habían sido arregladas luego del terremoto de la década previa. Pero a finales de los noventa, estos funcionarios fueron reubicados y evacuaron el edificio aludiendo al miedo de que fuera a colapsar. Veinte años después se derrumbó, matando a decenas de personas, mujeres, en su mayoría. Muchos de los cuerpos no fueron retirados del lugar ya que tomó apenas algunas días para despejar por completo el lugar de todos los escombros y la evidencia de lo que ocurrió. Y las organizaciones de mujeres están exigiendo respuestas, nombres y un conteo preciso de los muertos.
Fue igual que en 1985, cuando un número desconocido de mujeres murieron luego de que 200 maquilas de textiles colapsaran en la Ciudad de México. La mayoría de los cuerpos no fueron recuperados; más bien fueron removidos como cascajo, pero se estima que el número de costureras muertas en aquel sismo está entre 600 y 1,500. Treinta y dos años después, la historia se repite.
“Vivas o muertas, nuestros cuerpos no son deshechos”, se lee en un letrero colocado en el sitio a la que cientos de personas han acudido para conmemorar a las víctimas invisibles de la tragedia.
La estudiante de 22 años de edad, originaria de la Ciudad de México, que aparece en el video de arriba, filmada cinco días después del sismo, pidió permanecer en el anonimato por lo que su cara aparece cubierta.
En entrevistas con The Daily Beast habló del caos en las brigadas de rescate, y de la impotencia de ver a trabajadores exhaustos y autoridades trabajando caprichosamente mientras cientos de voluntarios hiperorganizados apoyaban en las labores de rescate —que desde el principio encabezaron— y gracias a las cuales, muchas personas lograron sobrevivir. Declaró que el trabajo era descuidado y desmedido, y que los miembros del ejército y la Marina usaron mazos para romper el concreto incluso cuando sabían que entre los bloques había topos, quienes heroicamente se escabullían entre los escombros, a veces con perros, intentando localizar sobrevivientes.
“Después del sismo, no llegué a mi casa”, dijo. “No pude dejar de ayudar. Trabajé siete días —primero en la Ciudad de México y luego en Morelos— hasta finalmente volví a mi casa”.
Ella estaba particularmente impactada por lo que vio en la fábrica de Chimalpopoca.
Cuando finalmente regresó a casa, se encontró con amigos y familiares e intentó procesar lo que había visto. El jueves la estudiante fue al departamento de psicología de su universidad para preguntar si había ayuda en relación al trauma por el que ella había pasado. Seguramente no es la única orillada a lidiar con los sucesos de los últimos once días: las frenéticas llamadas de ayuda, la falta de suministros, la obstrucción gubernamental y el desinterés por parte de las autoridades, las partes de cuerpos que vio que jalaban de los escombros, la voz de una sobreviviente que no lograron salvar...
Irma, la mujer que habló desde el fondo del escombro, tuvo una muerte terrible, al igual que cientos de personas en todo el centro de México. Los cuerpos de Irma Sánchez e Irma Chávez fueron sacados del escombro la semana pasada, antes de la remoción de ruinas. La joven estudiante no supo a quién escuchó hablar, pero ahora es perseguida por el hecho de que la mujer que estaba a punto de ser rescatada no logró salir con vida.
En toda la ciudad, letreros puestos por voluntarios ofrecen terapia gratuita, y en redes sociales, decenas de estudiantes y terapeutas también han ofrecido ayuda a los afectados por el sismo.
“Está brutal”, dijo, agregando su sospecha de que lo peor aún no ha pasado. “Seguiremos sacando gente de los escombros. Edificios mal construidos seguirán cayendo, luego serán removidos”.
“La gente va a seguir con sus vidas y les van a dejar de importar todos aquellos que lo perdieron todo”, declaró. Pero su vida, por lo pronto, no volverá a la normalidad. El edificio donde practica su servicio social está cuarteado y no se puede acceder con seguridad. A pesar del esfuerzo por seguir adelante, para muchos la sacudida aún no ha acabado.
“Esto es algo que jamás olvidaré”, me dijo este jueves. “Nunca”.